El ruido fue sordo y espantoso. Nunca jamás antes se escuchó nada igual. Cayeron sin previo aviso meteoritos de todos los colores, explotaron volcanes que dormían apaciblemente, se soltaron de sus jaulas bestias inhumanas que, desconcertadas corrían despavoridas causando horror, sucumbieron las bolsas, las de plástico, también, y todos los mercados del mundo, no quedó ni un hueco para esconderse y el olor a podrido llegó a los mismísimos platos de reyes y gobernantes; los cuerpos quedaron tirados y las tumbas rebalsaban de cadáveres, fuego atroz y desesperación sentados a cada punta de las mesas para incomodar generando odios y terrores. Y la inconciencia, oh, la inconciencia, de fiesta en fiesta a los bocinazos resoplando y tocando pito para hacerse ver, locura de fin de año, angustia de fin de mundo, desolación de seres sin cobijo, sin hogar, sin más música en las venas que el canto terrible del desencuentro. Animaladas por doquier. Bocados de carne cruda y martirios innombrables. La luz viaja por el planeta y lo pone patas para arriba, lo vuelca a todos los costados, lo ejecuta frente a todos y nadie puede más que morderse los labios.
Nada de esto nació en el instante del sordo y espantoso golpe. Esto, todo esto ya existía. Esto y mucho más es la realidad que ahora no para de mostrarse, la que aparece debajo de las camas, adentro de los utensilios de cocina, en los aparatos tecno que van con nosotros del jardín al baño y de allí al balconcito y luego a la pieza donde dormimos si podemos. Siempre existió la brutal realidad de la injusticia, del hambre, de los niños y niñas muertitos de inanición y las barrigas inmundas de los que ostentan cantidades innombrables de dinero, de bonos, de acciones, de tierras robadas. Siempre estuvieron a la vuelta de cualquier esquina los esclavistas ignorantes miedosos brutos criminales amparados por el famoso establishment que dicho en criollo no es otra cosa que más esclavistas de círculos selectos de esclavistas.
‘He vuelto para hacer justicia’, – dijo que, de pie en el comedor de los abuelos, le había dicho – ‘justicia por ella’. Y que la abrazó para que no le quedaran dudas de que lo que buscaba era justicia no venganza.
Ella hablaba y el espanto continuaba ocurriendo sin que nadie lo pudiera detener. Por las ventanas del juzgado se podía observar el desastre. También lo mostraban en las infinitas pantallas que la tecnología puso al alcance de casi todos.
‘Usted, ¿cómo supo que era verdad lo que decía?’, – preguntó uno de los tres jueces que estaba acostumbrado a impartir justicia según códigos que se podían consultar en la gigantesca e impecable biblioteca del Juzgado pero que nunca se había visto ante tamaño caos planetario.
Ella era flaquita esmirriada y no hablaba con demasiada claridad cuando estaba ante extraños. Trató de explicar lo cual era casi imposible por el ruido de las máquinas excavadoras que agujereaban la tierra para meter a puñados los muertos de las últimas 24 horas.
‘Si él mintiera yo me daría cuenta por el tono de la voz y sobre todo porque nosotros venimos buscando justicia desde que llegamos a este mundo’. La respuesta fue tajante directa la mirada al ojo del juez que era, por cierto, ancho de espaldas y con traje carísimo y corbata roja. Justo en ese instante el secretario del juzgado equivocó la tecla y en lugar de abrir el micrófono del otro juez dio paso a la voz e imágenes del noticiero local que mostraban la catástrofe al otro lado del globo. El horror se dibujó en los rostros de los que se vieron sorprendidos por la transmisión: allende los límites de este continente se podía apreciar la caída simultánea del vaticano, la estatua de la libertad y el Moncloa y… no se pudo ver más porque el más petisito de los jueces y al que le urgía terminar la audiencia porque tenía otra a través de Zoom sobre el alumbrado público, pidió al presidente del tribunal retomar donde habían dejado. Todavía se escuchaban las voces de asombro en la sala: ah, oh, my god, qué es esto, son los terroristas, los negros, los indios, las mujeres, los trans, los ateos, los que hablan con “e”, los indigentes, los cubanos, los inmigrantes, los venezolanos, ah, oh. Y así por un largo rato sin que realmente se vieran conmovidos porque al llegar las imágenes vía pantalla todo quedaba en el otro lado de la conciencia. Las expresiones más que nada pretendían demostrar la sensibilidad de la que carecían.
Ella seguía esmirriada y flaquita en la silla en medio de la sala. No le preocupaba demasiado lo que se veía por las pantallas. Guardaba en la memoria lo que le dijo en el comedor de los abuelos. ‘por más malo que esto sea el final será bueno porque así es la justicia; un cuchillo afilado con el que escarba y escarba hasta dejar limpio el paso del agua’, -comentó mirando de frente al juez de corbata roja y de reojo al petisito. Quisieron saber qué tenía que ver el cuchillo y el agua en este desbarajuste mundial. ‘Todo’, -contestó y se distrajo porque ahora las pantallas se manejaban solas y mostraban largas filas de desarrapados desesperados hambrientos cientos miles de ellos con sus niños y niñas a cuesta.
‘No creo que sea necesario continuar viendo estas filmaciones. Entiendo que no es el momento adecuado para pasar películas de terror en medio de una audiencia en la que se trata de establecer el origen del sonido ensordecedor que aconteció y dio inicio a este juicio’. La que tomó la palabra sin que nadie se la diera fue la defensora oficial que trataba por todos los medios de sacar ilesos, sin culpa ni cargo, a sus defendidos: dos terratenientes que se vinieron vestidos de gauchos para sostener su amor al suelo patrio y que buscaban con voces roncas de mando acallar los gritos de las pantallas y el estruendo que producía en el techo del juzgado la caída de todo tipo de aves muertas en vuelo por cazadores furtivos.
Retomando el juez petisito preguntó a la declarante: ‘¿Cómo comenzó esto? ¿Sabe usted de dónde proviene este caos ambiental estratégico y subrogante? Todos se dieron cuenta que ‘subrogante’ no era el adjetivo adecuado al tema, pero conociendo el larguísimo apellido del petiso y su más larga amistad con los terratenientes, no dijeron ni pío y esperaron la respuesta de la flaquita esmirriada. Ella, respaldada por aquellas imborrables palabras y abanicándose con un cartoncito, exclamó casi riendo: ‘Comenzó con los esclavistas’. Ahí los dos que vestían ropas de gaucho no se pudieron contener y sacando sus rebenques golpearon con fuerza furibunda las patas de las sillas donde se aposentaban y gritaron al unísono: ‘No somos esclavistas. Somos capitalistas de la primera hora y nadie nos va a cambiar ni que vengan degollando y menos esos infelices que no tienen dónde caerse muertos y que buscan hacer sentir lástima saliendo en la televisión con su miseria al aire’.
El juez grandote, advirtiendo que se estaban auto involucrando, pidió orden y silencio y para parecer ecuánime sostuvo: ‘No me parece mal que se expresen, pero por qué tienen que derrumbar saquear y tirar por el suelo lo que tanto ha costado en pesos y esfuerzo humano; por qué tiene que… digo, no sé, debe haber otras formas de protestas… más civilizadas, más de acuerdo a las buenas costumbres, más en consonancia con…’ No pudo completar y ni caso que hacía porque de esas frases remanidas estaba hecha la historia y no eran más que repetidas palabrejas como las que dice el loro; nada significaban, aunque sí tenían un particular encanto para defensores y terratenientes que aprobaban con movimientos de sus cabezotas.
La flaquita como si lloviera y tanto así estaba que comenzó a llover, pero no en la calle ni en el parque, no. Allí en plena sala de audiencias en un instante se descargó un aguacero que de no ser pleno invierno parecería de pleno verano por los truenos y relámpagos que aturdían a los presentes y ni qué decir a los ausentes. Ella no se inmutaba, empapada y todo como estaba seguía abanicándose con el cartoncito y en cierto momento el delicado movimiento de su mano izquierda que era con la que se abanicaba originó un remolino que hizo volar por los aires papeles, papelitos, pelucas, peluquines, chalinas de los terratenientes, sombreros de ala ancha y un sinfín de hojas que había traído la tormenta.
Por suerte el juez petisito estaba decidido a continuar con la audiencia y recordando las palabras exactas que lo habilitaban como magistrado vociferó: ‘orden en la sala!’. Y la sala se ordenó. Cesó la tormenta, por lo menos dentro de la sala; los terratenientes recuperaron sus sombreros y nadie se preocupó de los papeles. Afuera la cosa seguía y al caos anterior se sumaba ahora una marcha multitudinaria de desarrapados que desoyendo todo buen consejo de las autoridades avanzaban golpeando bombos, cacerolas, alzando pancartas con rostros acusadores, gritando ‘Justicia’. Los tres jueces se sintieron interpelados y descontando que asomarse a las ventanas era más que peligroso, se dirigieron al unísono a la flaquita del cartoncito y le fueron directo al grano: ‘¿Sabe usted si entre esos facinerosos que vienen avanzando está el que le confió que venía a hacer justicia? ¿Tiene usted algo que ver con el susodicho? La flaquita permaneció en silencio, es decir, sólo agregó: ‘Me reservo el derecho que me asiste de no dar mi nombre ni rango’ Estaban a punto de contestar cuando el secretario del juzgado informó que la aplicación de zoom avisaba que quedaban 10 minutos y que para continuar deberían pagar 123 dólares. La risa que esto ocasionó en todos los asistentes fue unánime. ‘No pagamos ni un centavo de los viejos porque somos terratenientes y los centavos nos gustan mucho’ ‘Qué se creen los chinos que les vamos a pagar. Preferimos jubilarnos de jueces con lo que estamos ganando y punto’ El secretario iba contando los segundos que pasaban a la vez que lo hipnotizaban las imágenes simultáneas de las marchas que se repetían en millones de ciudades del mundo, edificios que caían y volcanes que vomitaban lava repentinamente después de dormir cientos de años. ‘¡Se acaba, se acaba, se corta el tiempo… se está por acabar… se acaba… se acabó!’.
Oscuridad total. Murieron las pantallas, los relojes, se oscureció el cielo; noche cerrada se volvió en pleno mediodía. Silencio absoluto. No se movía ni una hoja ni de papel ni de árbol. Aire había, pero poco. Las voces de la muchedumbre se habían acallado y el estupor dejó a todos sumidos en una quietud muy inquietante, absoluta. ‘Esto lo provocaron los chinos los rusos y los mapuches, – susurró la defensora de los terratenientes con el poquito de aire que tenía a su alcance. ‘No creo en brujas pero que las hay las hay, – tartamudeó el juez de corbata roja. ‘Llamen a las fuerzas armadas con carácter de urgencia y que el comunicado N°1 salga al amanecer’, – vociferó el petisito a coro con los dos terratenientes. El secretario en cámara lenta trataba de alcanzar sus gafas que en tal aquelarre se le cayeron debajo de su escritorio. Se escuchó clarito cuando dijo: ‘Miserables! ¡Por no pagar la luz!’. La flaquita cansada ya de tanto repetir la misma historia y considerando que nadie le creía se puso de pie sin dejar de abanicarse y cartoncito en mano y tanteando en la oscuridad se despidió lo más amablemente que pudo repitiendo lo que siempre había expresado: ‘Justicia, venganza nunca’
Las luces se encendieron. Los actores y las 2 actrices saludaron con gran aspaviento artístico y los aplausos no cesaron hasta mucho tiempo después que se retiraran todos del escenario.
Mariú